En Alerta Bogotá no publicamos artículos en primera persona, pero esta fecha lo amerita, y no porque yo sea parte de la historia.
La ciclovía de Bogotá cumple medio siglo de existencia y su funcionamiento depende de cientos de jóvenes que sacrifican sus fines de semana para velar por más de un millón de usuarios que salen domingos y festivos a pie, en bicicletas o patines a disfrutar del parque lineal más grande del mundo.
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Esos jóvenes son los guardianes de la ciclovía y yo fui uno de ellos. Una experiencia no solo cambió mi relación con este espacio, sino con toda la ciudad. Una experiencia que me hizo amar a Bogotá de una forma en que nunca me hubiera imaginado y que espero que le sirva al lector al valorar un trabajo a veces menospreciado o invisibilizado.
Antes del año 2008, yo pensaba que los guardianes solo pedaleaban por la ciclovía sin hacer otra cosa que joder a la gente por bobadas. Era un completo necio que no sabía nada de los meses de preparación que hay detrás de esos jóvenes.
A mediados de ese año, por recomendación de un amigo, me inscribí a un programa llamado Escuela de Guardianes, y lo hice no pensando en el amor por la ciudad y la bicicleta, sino buscando ganar unos pesos en una actividad que no me distrajera de mis estudios.
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Ese amigo me había dicho que el proceso de selección era muy exigente. Para esa época, eran elegidos poco más de 120 guardianes, yo subestimé esa advertencia, pensando que no tendría problemas en pasar todos los filtros. Spoiler: no pasé las pruebas finales y quedé descalificado en la recta final. Pero un golpe de suerte me hizo llegar por descarte al programa.
La primera aterrizada fue darme cuenta de que, a pesar de mi juventud, mi estado físico era deplorable. Apenas podía hacer una flexión de pecho, mientras muchos de mis compañeros (y rivales) de escuela eran muy dedicados en disciplinas como la natación, el atletismo y el ciclismo. Incluso, había estudiantes de educación física.
La vergüenza de reconocerme débil frente a todos ellos me hacía ser aún más torpe en las pruebas físicas —una vergüenza infundada, porque al final recibí mucho apoyo —.
La segunda aterrizada tuvo que ver con la preparación teórica. Desde el primer día, los aspirantes reciben capacitaciones en atención prehospitalaria (APH), o lo que conocemos como primeros auxilios, con advertencias sobre la importancia de aprender a mantener la calma en situaciones extremas. Los guardianes más experimentados nos contaban de experiencias que nadie imaginaría que tendría que atender: choques, personas atrapadas en vehículos, fracturas abiertas y de todo tipo, traumas en la cabeza.
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Las pruebas teóricas, que incluían aprenderse de memoria los códigos de radio de emergencia y conocimientos sobre Bogotá y sus localidades, ayudaron a que, en los primeros filtros, mi falta de acondicionamiento físico y mi poca habilidad en la bicicleta pasaran inadvertidas.
Pero las pruebas se hacían más exigentes, hasta que no pude ocultar más que mi cuerpo no resistía. El momento más crítico fue cuando tuvimos que ir en bicicleta a uno de los tramos más temidos de la ciclovía porque era muy empinado: el tramo que iba desde el barrio la Aurora hasta Yomasa, en Usme. No pude subir, me dio la “pálida”. Nauseas, deshidratación, dolor de piernas, de cabeza, de espalda.
A pesar de eso, y después de pasar por un extraño campamento en donde nos intoxicamos, llegué al último filtro, que tenía dentro de sus pruebas finales una carrera en bicicleta por la pista externa de la biblioteca Virgilio Barco. Mi tiempo estuvo muy por debajo del promedio.
Al final, no fui escogido, aunque quedé en una lista de elegibles. Una lista que pensé que no serviría de nada. Pero un día, creo que de febrero, me llamaron a preguntarme si estaba interesado en ser guardián.
Acepté de una, a sabiendas de que tendría que renunciar a salir los sábados: la ciclovía empieza a funcionar a las 7:00 a.m., pero los guardianes forman y preparan todo desde las 6:00 a.m.
El problema estuvo en la primera reunión de inducción, cuando me avisaron la ruta que tendría asignada: Sur 2 – Aurora-Yomasa. Sí, la misma que no pude subir en el pasado. Deseé que pasar un milagro para que me cambiaran, pero el milagro no pasó.
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A esto se añade la mala fama. Los más de 127 kilómetros se dividen por rutas, y Sur 2, que corresponde a la avenida Boyacá hacia el sur, atraviesa dos localidades bogotanas que algunos consideran peligrosas: Ciudad Bolívar y Usme. Y había historias, algunas exageradas, sobre esa zona: que atracos, que malandros escondidos, que accidentes tenebrosos...
Pensaba que mi cuerpo no resistiría pedalear todo el domingo en el empinado tramo del barrio Aurora, en Usme, pero al final fue un temor infundado. Me adapté y, sobre todo, empecé a comprender la importancia de la ciclovía en toda la ciudad. Contrario a lo que me habían dicho, que mucha gente era agresiva con los guardianes, en Usme me encontré con una calidez impresionante.
Las personas no solo valoraban y agradecían lo que hacíamos, también nos defendían: una vez, varios policías intentaron abrir de forma arbitraria la ciclovía para el paso de los carros, pese a que no tenían autorización. Corrimos a impedirlo, y ellos forcejearon con nosotros y amenazaron con llevarnos a la estación. Decenas de personas vieron lo que estaba pasando y empezaron a gritarles a los policías que nos dejaran en paz: “Dejen sanos a los muchachos”. Aún se me aguan los ojos al recordar esa escena.
Hay que decir que eran épocas muy distintas a las actuales. En ese momento, debido a demoras en renovaciones de contrato (los guardianes se vinculan por prestación de servicios), podíamos tener domingos con escasez de personal, por lo que debíamos doblarnos para atender todas las demandas en rutas tan exigentes como Sur 2: recuerdo un día en que sólo éramos cinco o seis, desde Yomasa hasta el Tunal, para atender para cerrar calles, iniciar la operación, atender caídas... No sé cómo hacíamos, pero cumplíamos.
Cuando me avisaron que me cambiarían de ruta, sentí tristeza: estaba muy tranquilo y cómodo en Usme. Los vendedores me conocían y sabía que mi trabajo era bien valorado. Pasé a un tramo menos exigente, sí, que me daba más tiempo para tomar avena y compartir con mis compañeros, pero un poco más aburrido y rodeado, también, de usuarios más huraños y menos agradecidos.
Estuve en el programa de ciclovía más o menos por un año. Al final salí porque decidieron no renovarme el contrato por razones que nada tenían que ver con mi trabajo — y que no vale la pena mencionar en este relato, pero que sí me ayudaron a conocer de primera mano ciertas cosas que no se hacen bien los contratos de prestación de servicios —.
Además del amor por la bicicleta, de esa experiencia me quedó una visión muy distinta del trabajo que se hace cada domingo para poner a rodar 127,69 kilómetros, en toda la ciudad, para que las personas salgan y disfruten de un espacio que, en sus 50 años de existencia, sigue siendo de vanguardia. Un parque lineal que nos enseña que la movilidad puede (y tiene que) ser diferente.